Juan* cree en Dios pero no en las religiones, le apasiona ejercitar su cuerpo y se niega a hablar de su futuro. “Tú vives el hoy, el momento. Nunca se sabe lo que pueda pasar más adelante”, dice a ELTIEMPO.COM en una entrevista telefónica.
Tiene 18 años y vive en Atlántico. Su gran compañía es un primo, con quien vive desde los 5 años de edad, cuando el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) agotó la vida de su madre.
Es uno de los más de 2.000.000 de adolescentes que viven con el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) en el mundo –cifra proporcionada por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), según sus registros del 2012-.
Su madre le transmitió el virus a través de la leche materna. “Después de que nací mi mamá se contagió con un novio que tuvo y como yo ya había tomado teta, se me pasó el virus”, narra el joven con tranquilidad y sin hacer pausas. Añade que su madre falleció hace ocho años y su padre hace 18, en un accidente de tránsito.
Cuando alcanzó los 5 años de edad fue hallado el VIH en su sangre. Desde ese momento toma los medicamentos que, en sus palabras, duermen el virus. Solo tres años después del hallazgo, cuando cumplió sus 8 años, reconoció su estado de salud.
“Desde los 8 años fui consciente de que tenía VIH. No me traumaticé. Como ajá, no le paraba bolas. En ese momento no tenía conocimiento de lo que significaba. Estaba tan pequeño que no me dio tan duro. Yo me tomaba las pastillas a diario y me sentía bien. Como cuando alguien sufre diabetes y se toma dos o tres pastillas diarias”, relata.
Cuando Juan tenía 10 años, el SIDA arrebató la vida a 71.000 adolescentes en el mundo -aseguró Unicef-. Siete años más tarde, en el 2012, la misma organización reportó 110.000 muertes de adolescentes relacionadas con el SIDA.
Ante el alarmante número de adolescentes que viven con el virus, Juan asegura que la medicación ha sido su salvación. “Siempre he tomado pastillas a diario y siempre han salido bien los exámenes que me hacen cada seis meses. En la sangre el virus aparece indetectable”. En ese sentido, insiste en que el medicamento “exprime” el virus. “Si uno se toma perfectamente esas pastillas, en la sangre no se detecta el virus, es como si no lo tuviera”.
Aunque Juan habla poco y es conciso en sus respuestas, confiesa que algunos de sus familiares y un profesor son las únicas personas que conocen su estado de salud. “Mi familia me ha apoyado bastante. En el colegio le conté a un profesor. Se sorprendió porque no se esperaba esa noticia, pero luego se hizo mi amigo. Confié en él y ahora es una buena persona conmigo”.
En su opinión, y según sus vivencias como estudiante en tres colegios de Atlántico, las instituciones educativas fallan a la hora de hablar sobre el VIH/SIDA. “En mis colegios faltaron capacitaciones. Porque el VIH no es para morirse. Hay mucha ignorancia en la sociedad. Una cosa es el VIH y otra cosa es el SIDA. Creo que los adolescentes, por ejemplo, no están bien informados”, apunta el joven con cierta molestia.
Juan tiene novia pero su relación amorosa aún no trasciende a la vida íntima. Él tiene claro que siempre debe usar preservativo -así lo decidió cuando tuvo sus primeras relaciones sexuales-. También sabe que su regla de oro es protegerse y proteger al otro. "Un segundo puede cambiar la vida, ese segundo en el que un joven decide usar preservativo”, concluye el atlanticense con una voz enérgica y firme.
*Nombre cambiado para proteger la identidad del entrevistado.
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